sábado, 10 de septiembre de 2011

El Suicidio Apócrifo de Bayardo Linero

Tropezó con torpes arrebatos de ser agazapado que realmente no tiene la culpa, que no estaba intentando absolutamente nada, que fue hasta brumosa la manera en que agachó su torso para mirar algo no buscaba mirar, sólo para hacer alardes en su sincronía de silencios solitarios.
Un momento antes hasta se sentía tierno, como un perro flaco vomitando sin entender realmente lo que estaba sucediendo; tierno y seboso como tal vez la posición y el color de las nubes que fingían supervisarlo. Lo peor es que él mismo lo había figurado en algún pasado tan bien como luego los demás lo supusieron sin la más leve duda, así calentito y repentino, sin ningún tipo de melodrama ni plan elaborado, sin carta explicativa, sin previo aviso y sin rastro de cualquier indicio de o que, en todo caso, sucedería. Ruptura en el camino, entre el almuerzo y el café con leche de la tarde, así completamente inesperado pero paradójicamente sin causar  asombro en el resto de los que circunscribían un poquito su presencia, que lo conocían o creían conocerlo, pero tan sólo hasta llegar a ese punto en el cual no avanzan más allá del "era de esperarse, siempre había sido alguien de personalidad inestable, era cuestión de tiempo...", entre otros etcéteras no muy elocuentes, porque si se hubiese querido leer las letras más pequeñas de la etiqueta, entenderían que tal vez fue todo más casualidad que impulso característico de persona inadecuada, de anarquismo espiritual o de consuelo eterno.
Es cierto que Bayardo Linero celebraba ese lento palpitar inverso de las fugaces rendiciones de su perorata personal, cuando se relamía entre prolongaciones de ascetismo social y ético que empezaron sin que él las preparara, etapas donde la conciencia se clava más profundamente simplemente con ver el centímetro que se alarga un poco más allá de sus zapatos.
Bayardo Linero podría haber elegido cerrar un poco más los ojos y contentarse con la desesperación existencial de no querer situarse y recubrirse de manera ventajosa con esa conocida frase desertora del no hay razón para vivir; por lo menos así hubiese sido mucho más fácil de contextualizar y archivar entre esos incómodos suspiros de colegas que se consuelan en pensar que por lo menos ahora ya encontró la paz que nunca tuvo en esta vida. Podría haber sido más feliz resbalando en esa plácida cascadita de ser incomprendido y trágico, resignado en el altar de la angustia perenne y su contrato de no poder abandonarlo. Hubiese sido más fácil quemar cauchos o lamentarse por despertar en las mañanas, más fácil ser poeta o ser maldito, estar en contra de los demás o aunque sea de algo, ser intelectual y cambiar el resto, ser esa atorrante mancha que molesta tanto, pedir justicia o clemencia o tal vez auxilio, predicar la conciencia, algún tipo de libertad revolucionaria, aunque sea mentir, versionar algún tipo de amor, tener hijos y educarlos, ser rebelde y admirado por el resto de los rebeldes, esos que luego aplaudirían ese final perfecto tan perfectamente interpretado y valorado, concepto de emancipaciones futuras, malabarista de emociones proféticas... pero no.
Bayardo Linero no murió nunca a manos de un torbellino firmado con sus manos y mente trastornada. No fue artífice de un plan subconsciente ni de un mito inmortalizado en el destino de su nacimiento, ni fue guiado por el reconocimiento de un azar tan terrible como trascendental. Bayardo Linero no se sentía desdichado cuando encendió el cigarrillo en ese balcón, ni cuando ahuyentó los gritos que lo perseguían desde el fondo del espejo. No se encontraba desesperado, aunque otrora había abiertamente reclamado a gritos su locura contra el piso y las lágrimas de la torpeza compasiva de una madre ya cansada. Bayardo Linero no se estaba ahogando en un precipicio interno desbocado por su alma desenfrenada, no buscaba alguna solución a ilusionada en algún lugar inexistente. Su final sólo pudo marcarse por el acuerdo mutuo entre la realidad de lo que los demás veían en su, tal vez, precario comportamiento y en lo que él mismo simulaba creer que era. Por eso fue aceptado con tan fácil rendición y ágil gracia tu hipotética y aparentemente comprobada tragedia, pero lo que en realidad Bayardo Linero era, nunca fue formulado y nunca existió la curiosidad suficiente como para presentirlo. El final de Bayardo Linero sólo fue tapado con las mismas manchas de sangre de muchos otros que en el pasado hicieron acto voluntario para decidir acabar con una fiebre interna que ya los delataba... una fiebre muy lejana que falsamente delató y expuso a Bayardo Linero en ese limbo traicionero en el que subastaron su noticia como exposición de museo barato. Es cierto que él carecía de motivos para estar acá, pero ésto nunca se convirtió en un motivo para no estarlo; esas palabras, frustraciones o soliloquios no transitaban actualmente en alguna parte resignada de su conciencia, él no estaba ni lejos ni cerca de nada más que de su propia transparencia.
Bayardo Linero fue víctima tranquila un poco de sus movimientos, un poco del resto del infinito. No estaba realmente en un balcón, no se confrontaba épicamente con los demonios de su vida, no encendía un cigarrillo, no se dilataba entre la perdición del mundo, no se asomaba al borde de la baranda, no saboreaba sus últimos momentos de existencia decepcionada, tropezó sin tropezarse, cayó al suelo sin abatirse, sin estar vivo y luego muerto, sin que su caso resultase contundente, sin ser Bayardo Linero el que agonizaba sin morir como consuelo, ni vivir como su contraparte.